lunes, 17 de mayo de 2010

7.1. La década de los 60: dos millones de emigrados.


Cuando la década de los 50 avanzaba, la situación de España contrastaba fuertemente con la de los países industrializados de Europa: Alemania, Francia, Bélgica, Reino Unido, Suiza, Holanda.




Trabajadores españoles con sus modestos equipajes, integrantes de una expedición oficial, agrupados en el andén de la estación.


La historia económica de la posguerra española ofrecía, a grandes rasgos, las siguientes características: política de autarquía forzosa como consecuencia del bloqueo y del aislamiento internacional; escasez generalizada y hambres en sectores de la población paliadas gracias a las importaciones de trigo y carnes de la Argentina de Perón; ritmo de crecimiento económico muy bajo debido a que la producción del país era eminentemente agrícola y la industrialización se producía de manera muy lenta por la escasez de capital financiero y por las insuficiencias infraestructurales (carreteras, ferrocarriles, comunicaciones); a su vez, en esos años las tasas de crecimiento demográfico iban por delante de las tasas de crecimiento económico. En pocos años se pasó de los 28 millones de habitantes a los 31.

En esa década de los 50 se produjo un espectacular trasvase de trabajadores del campo que se trasladaron a las ciudades con sus familias. Más de dos millones de personas -concretamente 2.720.988, según datos oficiales estadísticos de la época- se trasladaron a las ciudades para asentarse en ellas no siempre en condiciones mínimamente dignas. Aquellas migraciones internas, espontáneas y caóticas, sembraron las afueras de muchas ciudades de chabolas, viviendas hacinadas, subarriendos y paro.

Fue una época dura y triste que empujó a muchos a buscar mejores condiciones de vida en la emigración a Europa.

Este movimiento migratorio empujó más allá de los Pirineos a una masa de población que oscila entre el millón y medio y los dos millones de españoles que se asentaron en varios países europeos.

En los países industrializados de Europa, la coyuntura era, por el contrario, muy otra. Al término de la Segunda Guerra Mundial habían tenido que hacer frente con un enorme esfuerzo a las destrucciones de ciudades y de industrias. Los créditos del Plan Marshall y la buena capacidad organizativa de estos países -especialmente de la República Federal de Alemania- hizo que al cabo de diez o quince años ya hubieran recuperado el pulso de sus economías hasta el punto de sentir la necesidad de recurrir a mano de obra extranjera para proseguir su desarrollo. Téngase en cuenta que las bajas padecidas en la guerra habían disminuido notablemente su población activa.

De modo que en esos años mientras que en España la endeble capacidad productiva arrojaba al paro a una parte de la población, en los citados países europeos se buscaba mano de obra que les permitiera seguir su alto ritmo de desarrollo, así que, dicho sea en términos populares, se unió el hambre con las ganas de comer; «hambre» de mano de obra, y las «ganas de comer» de los pueblos del sur de Europa, estancados económicamente: españoles, italianos, portugueses, griegos y turcos.

Las nuevas tecnologías y las técnicas de racionalización productiva incrementaban la rentabilidad de las empresas y provocaron lo que se llamó el boom europeo. En la República Federal de Alemania el despegue fue tan espectacular que se le llamó el «milagro alemán».
Europa entraba en una era de abundancia y de prosperidad mientras que los países mediterráneos vivían años de escasez y de pobreza. Esa tensión geoeconómica alumbró los movimientos migratorios de estos países. Por lo que se refiere a España, provocó el flujo migratorio más importante del siglo. El sector más modesto de la clase trabajadora española fue empujado por «las leyes del mercado» a cruzar los Pirineos en una incierta aventura que en muchos casos resultaría más beneficiosa para la nación de destino y para la nación de origen que para el propio emigrado.

La necesidad de emigrar, sentida por los trabajadores beneficiaba obviamente al Estado, lo que transformó las opiniones y actitudes ante el hecho migratorio. Durante el siglo XIX la emigración había sido considerada un azote para la nación, por lo que suponía de pérdida de brazos, de inteligencias y de esfuerzos provechosos para la patria. Esta opinión quedó reflejada en documentos de la época. Por ejemplo, en el Real Decreto de 18 de julio de 1891 del Ministerio de Fomento que creaba una Comisión para estudiar los medios para contener la emigración. Ya entonces se era consciente de que la emigración acarrea un sinfín de calamidades al emigrante.
El régimen franquista consideró la emigración como una válvula de seguridad ante las tensiones sociales provocadas por el paro, las huelgas y los masivos desplazamientos de las poblaciones rurales empobrecidas hacia las grandes ciudades.

El hecho es que, estimulados por la necesidad de huir del paro o de un trabajo precario y unas condiciones de vida muy deficientes, y fomentado desde las instancias oficiales, entre 1960 y 1973 emigraron a Europa unos dos millones de españoles atraídos por los mejores niveles salariales europeos.

Nuestros emigrantes a Europa apuntalaron de manera importante la economía española con sus remesas de divisas, hasta el punto de constituirse en el segundo capítulo en cuanto a ingresos de divisas de la balanza de pagos. El primer capítulo lo proporcionaba ya en aquellos años el turismo.

España ingresó a lo largo de los 60 cerca de tres mil millones de dólares procedentes de los ahorros de los emigrantes. Este fenómeno produjo un impresionante aumento de los capitales y de la capacidad financiera de las cajas de ahorro y de algunos bancos.

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